Era un gran amante de Spotify. Su nueva interfaz ha provocado que no quiera saber nada de ella

La segunda mitad de los 2000 estuvo marcada para mí por las búsquedas de un iPhone original ridículamente barato en eBay, los infructuosos esfuerzos por dejarme el pelo que llevaba Villa en la Eurocopa y por pasar largas sesiones frente al ordenador etiquetando mis canciones.

Superada la época de los primeros MP3 chusteros, los de entonces ya incorporaban una pantalla de verdad en la que ver no solo «sk8er boy – – 192kbps.mp3», sino los metadatos sobre álbum, género, artista y hasta la carátula. Y este servidor pasó muchas horas tecleando y descargando portadas de álbumes para tener una biblioteca musical impoluta.

Cuando descubrí Spotify dejé de hacerlo y me subí a ese balsámico carro desde el principio.

La interfaz perfecta

Spotify fue en primera instancia una salvación para todos. Los artistas dejaron de ver sus discos sobre mantas callejeras o sobre programas con nombre de asno, los clientes encontramos una forma de conseguir música digital sin tener que hacer números sobre lo que nos costaría comprar canciones en iTunes y los adolescentes tardíos con TOC dejamos de perder tardes de verano etiquetando archivos MP3.

En esa época, su primer gran promesa era la de permitirnos acceder a prácticamente cualquier canción que quisiéramos. La segunda, ya tras el gran auge del smartphone, fue ofrecernos una sincronización cómoda con nuestros dispositivos móviles.

La interfaz de los primeros años de Spotify era un iTunes mucho más ligero, con un componente social, con indicadores visuales de la popularidad de cada canción y con toda la música ya etiquetada. Era conveniente, cómoda y elegante, un gustazo. Diez euros al mes eran bastante dinero para un adolescente tardío como yo lo era entonces, pero lo veía totalmente justificado.

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Spotify en 2012. Imagen: Spotify Comunity.

Luego llegó la aplicación móvil en esa misma línea y simplemente me olvidé de que la música se había llegado a convertir en una tarea. Ahora simplemente era un placer.

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La interfaz de Spotify seguramente llegó a su pico en 2017, como en este pantallazo. Elegante, moderna, funcional y sobria. Imagen: Spotify Community.

Durante un tiempo fui zigzagueando entre Apple Music y Spotify para probar algunas novedades lanzadas por Apple, y fui desarrollando una sensación emergente: algo estaba empezando a fallar en las aplicaciones de la empresa sueca.

En primer lugar, los progresivos cambios de interfaz, pero sobre todo el de finales de 2023, han arruinado en buena medida la experiencia que antes ofrecía Spotify. Ya no es un iTunes mejorado, elegante y cómodo. Ahora es una especie de bazar del audio. No solo propone música, también podcasts.

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No tengo nada contra el podcasting (¡faltaría más!) y entiendo los incentivos de Spotify para impulsar su uso en su aplicación, pero ya los escucho en otra aplicación y no hay forma de quitárselos de encima una vez accedes a la app. Siempre propone algunos programas que escuchar. Le da igual que ni una sola vez en años haya pulsado ahí. La propuesta permanece.

Además, precisamente por mi presencia en el podcasting sé que Spotify no bebe de los feeds originales, sino que sube los episodios a sus propios servidores. Según ellos, porque iban a ofrecer características únicas que así lo requerían.

La interfaz terrible

Años después apenas hay rastro de estas novedades tan exclusivas y lo que me sugiere está completamente alejado de mis gustos. «Vicky Martín Berrocal a solas con Marta Sánchez». Me parece estupendo que ambas tengan un podcast, pero tras tantos años en la aplicación pensaba que me conoceríais un poco mejor. Se pierde la utilidad.

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La interfaz actual de Spotify. Imagen: Spotify Community.

Lo de los podcasts es parte de un problema mayor: la pantalla de inicio no es personalizable. Se supone que se adapta a nosotros, pero no podemos decir «no me muestres más esto». Además de que no propone contenido basado en los años que llevamos escuchando música ahí, sino en base a nuestra ubicación o al momento del día o del año en que estemos.

Esto me lleva al siguiente punto: las listas de reproducción. Spotify tiene muy buen tino con lo que nos gusta, pero a menudo prioriza (y no deja ocultar) listas completamente impersonales. Os puedo asegurar que en mi historial no hay nada que pueda hacer pensar a nadie que me interesa el reggaeton, la música de OT o las canciones comerciales veraniegas; pero son lo que más abunda en las listas genéricas que me ofrece Spotify.

Y así fui viendo cómo cada vez me costaba más lo que antes era rutina: localizar la música que realmente me gusta y escucharla sin estridencias. Un día me cacé a mí mismo abriendo YouTube para ponerme un concierto de Bob Dylan en lugar de abrir Spotify. Esa fue la señal definitiva para cancelar mi suscripción.

También contribuyó a ello, de forma más progresiva, la adoración por las listas de reproducción. No es que no las use, son muy convenientes, pero en mi opinión han reventado la relevancia que antes tenían los álbumes. Un álbum, al menos uno que su autor se haya tomado en serio, es una pieza de arte que cuenta una historia y por lo que incluso el orden de las canciones es importante.

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Los excesos con las listas de reproducción son el síntoma de una época de música rápida, producida como un artesano churrero sacando porras de la expulsadora, creada para ser pegadiza y compartible en vídeos de TikTok. Cada vez cuesta más mantener una colección de álbumes y acceder a ellos. Las playlists se han comido todo el espacio. Ahora llegan los vídeos verticales, así que asumo que seguirán jibarizando a la música como tal.

Ahora he vuelto a Apple Music por la comodidad de poder paquetizarlo junto a otros servicios de la empresa. Apple Music tiene otros problemas de los que también podemos hablar un día que haga sol, pero al menos no me genera la sensación de bazar del audio que tengo cada vez que abro Spotify. Mis listas de reproducción, algunas que me crea el servicio y los álbumes, siempre los álbumes.

Con eso y un entorno poco ruidoso no necesito mucho más para ser feliz.

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por
Javier Lacort

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