La escena, sin lugar a dudas es divertida. Hablamos de finales de 1500 o principios de 1600, un obispo noruego oficia la misa del domingo sin sospechar que en su sombrero, en su mitra, hay un rosario de «amantes que se perseguían por oscuros corredores, doncellas que retozaban por los campos y caballeros que se mataban por nada». Y no estoy siendo metafórico: cuando digo «en su sombrero», me refiero literalmente a su sombrero.
La aparición de la imprenta tuvo muchas consecuencias positivas, pero entre las cosas malas que generó fue el hecho de que los códices escritos a manos pasaron de moda. No eran elementos insustituibles del patrimonio cultural de la humanidad; eran trastos: cosas que tirar, quemar una noche de frío o, en el mejor de los casos, reutilizar.
De esa forma, es relativamente común encontrarse manuscritos antiguos dentro de las encuadernaciones de las primeras ediciones de la edad moderna. O, como en este caso, podemos toparnos con una colección de «novela romántica» francesa traducida al nórdico dando forma a la última moda en ropa episcopal. Y, menos mal, por otro lado.
En este vídeo puedes ver una imprenta de Gutenberg funcionando
Ha sido así, gracias a inesperados descubrimientos en los lugares más insospechados, que hemos sido capaces de conocer obras literarias, géneros e historias que no sabíamos que existían. Los incendios, la mala conservación y la destrucción intencionada hicieron que la mayor parte de los textos medievales se perdieran. Eso no solo ha tenido como consecuencia el hecho de que hay muchas cosas que desconocemos, no: también ha implicado que había muchas cosas que ni siquiera sabíamos que existían.
En los últimos años, los historiadores han tratado de componer una imagen lo más precisa posible de esas bibliotecas desaparecidas y, para ello, han echado mano de modelos biológicos de «especies nunca vistas». Es decir, del andamiaje metodológico que permite a los paleontólogos «corregir el sesgo de supervivencia» en el registro fósil: estimar la diversidad de especies (y el número de individuos de cada una) en un momento dado aunque no hayan quedado restos de ellos.
Su idea fue pensar en cada una de las obras como en especies y as copias de documentos manuscritos de obras individuales podían tratarse como avistamientos de cada una de ellas. En este sentido, una «especie perdida» es una obra de la que no queda ninguna copia en la actualidad. Así, recopilaron los 3.648 documentos medievales en seis lenguas vernáculas (neerlandés, francés, islandés, irlandés, inglés y alemán) y estimaron que se trata de una muestra de una población que originalmente habría contado con 40.614 ejemplares. Es decir, que según el modelo, solo han sobrevivido un 9% de los documentos medievales.
Si hablamos de obras, los investigadores creen que han sobrevivido en torno al 68%; aunque observaron una considerable variación entre el 38,6% inglés al 77,3% islandés y el 81% irlandés. Hay mucho por investigar en el uso de estos modelos, pero es un hallazgo muy interesante. Poder usar nuestros mejores modelos ecológicos para estudiar la diversidad histórica humana es una puerta para indagar en nuestro pasado como nunca lo hemos hecho hasta ahora.
Imagen | Freddy Kearney
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La noticia
Cómo una novela romántica medieval oculta en el gorro de un obispo nos está ayudando a reconstruir las bibliotecas destruidas de la antigüedad
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Jiménez
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